sábado, 24 de marzo de 2012

7.- Identidad Judía (segunda parte)

La psicología enseña que las manifestaciones de la conducta humana y todas sus características se pueden abordar desde diferentes ámbitos: Se puede pensar desde el individuo, desde los grupos, entre ellos el grupo primario, el familiar, las de los grupos y las instituciones, la comunidad o a nivel nacional. En términos de individuo, la identidad judía se puede manifestar en múltiples momentos de la vida del individuo. Y como la biografía de cada sujeto es única, es difícil clasificar o simplemente comentar todas las coyunturas anecdóticas de lo que conforma la vida judía: sin embargo, hay momentos cruciales en la vida de un individuo judío. La primera, y primigenia es la experiencia de la circuncisión o brit milá en el sujeto varón (y eso en el caso de que efectivamente, esa experiencia haya transcurrido): lo que hay que decir es que la circuncisión es una experiencia que se resignifica cuando pasamos por la de nuestros hijos. Ahí se aprende que la circuncisión no es tanto el pacto de un sujeto judío con el Dios de Abraham, de lo cual se ocupan los varones con rezos y bendiciones y dando un nombre al cachorro humano judío, que generalmente coincide con algún familiar que ya no está). Lo que en realidad transcurre en ese acto es la experiencia de la madre que, angustiada, entrega a los varones a su bebé para que se lo devuelvan sin el prepucio: Se me ocurre que generación tras generación, y cualquiera sea la cultura circundante, no hay madre judía que no haya vivido esa angustia de entregar a su varoncito, para que los adultos le den un buen nombre ante Dios, en una especie de bautismo original. Experiencia fundante de la madre judía, o idishe mame, que se ocupará de criar un cachorro humano, prometiéndole un futuro de príncipe, colmado de cuidados y protección maternal, como si el Mundo no estuviera ahí mismo prometiéndole un golpe tras otro, en cada momento de la vida donde no sienta semejante amor incondicional, ni ser príncipe de reino alguno. El niño (¡pobre, el primogénito!) está condenado a darse cuenta que nunca será tratado en la Vida, tal como le fue prometido por su Madre, por más responsable o perfecto que se proponga ser! Alguien dirá que esto es una característica humana y no judía, pero yo prefiero pensar que la madre judía cae inevitablemente en ese vinculo con su varoncito, por no sé qué clase de herencia generacional, cultural y psicológica. Ni que hablar de los aspectos más superyoicos del vínculo, que hacen que un buen niño judío aprenda en su infancia a sostener no se qué promesa de incondicionalidad virtual a su propia madre judía, hecha de culpa primigenia, por no poder nunca jamás corresponder a sus demandas de amor incondicional. Como sea, y sin dejar de mencionar que hay un complejo de Edipo que atravesar, y que el psicoanálisis es un montaje básicamente judío, el segundo hito de la vida judía es el bar mitzvah, que la modernidad se ha ocupado de aggiornar tanto para varones como para mujeres: a la edad de 12 las niñas, y de 13 para los varones, es el momento en que se le impone al jovencito judío las obligaciones básicas de los preceptos de la kashrut, las obligaciones de una vida religiosa, o, en una versión menos ortodoxa, la asunción de cierta conciencia de grupo, y de compromiso hacia sus pares de la comunidad. En el templo, es el goce misterioso de ser llamado a la Torah: a veces me pregunto si se siente ante el texto enrollado en papiro la misma sensación que tuvo Moisés ante la Zarza ardiente, preguntándose el joven “¿por qué he sido elegido para esto?”. Pero esto transcurre en los templos: en los clubes u otras instituciones judías, es el justo momento de hacer una gran fiesta parecida a un casamiento entre los más pudientes, equivalente a una fiesta de quince años entre cristianos, y que, significativamente, incluye una ceremonia laica de encendido de velas, donde familiares y amiguitos/as, pasan a encender algunas en nombre de la amistad o el vinculo familiar que los une, y en otras se hacen claras referencias a la pertenencia al pueblo judío o la adhesión al Estado de Israel. En Israel, no hay quien no transcurra este pasaje a la adultez, y a la conciencia de grupo. A tal punto es este un ritual de pasaje a la edad adulta, que en Intifada, los francotiradores del ejercito israelí, ante un peligro inminente, consideran a los manifestantes palestinos de 14 o 15 años, como jóvenes conscientes de su papel y del riesgo que corren, mas aun si están por tirar una piedra o una molotov, ganándose el derecho, por ser “mayores de edad”, de recibir una bala, en lo posible en algún lugar del cuerpo donde la herida no sea mortífera. Los adolescentes israelíes, a mediados de su educación secundaria, pasan por un nuevo ritual que no se ha extendido en la diáspora, y que determina de una manera fundante su conciencia social: viajan a “Marcha x la Vida”, una experiencia de viaje a Polonia, donde visitan los campos de exterminio del Holocausto, “con el objeto de fomentar la comprensión y la transmisión de valores relacionados con la resistencia al exterminio, la lucha por la dignidad y la importancia de la memoria como constructora del presente y del futuro”. Quizás este programa educativo, es la respuesta a décadas de preguntas acerca de cómo transmitir las crueldades de la experiencia del Holocausto, dado que dicha experiencia estaba destinada al olvido y a la desmemoria: quizás la experiencia misma produce como efecto, una respuesta de orgullo por haber logrado la supervivencia ante tanto exterminio, una imposición de tozudez y de terco deseo de vivir, aun a pesar del odio del Otro. Porque en la Diáspora, para experiencias de confrontación con el antisemitismo, sobran los ejemplos vitales de uno u otro momento en que un sujeto judío se encuentra frente a este sentimiento antisemita, que se define por un intenso deseo hecho de odio hacia el judío. Alcanza un encuentro en la calle con skinheads, o un muchacho que asesina en el sur de Francia a un profesor de historia y a sus hijos a la salida del colegio hebreo, o más tenue, la noticia de una esvástica pintada en las lapidas de un cementerio judío… como sea, la pregunta de por qué me odia tanto el antisemita (“¿Qué es Eso que odia en mí?”) es una pregunta sin respuesta, pero que marca y funda, lo que en identidad judía se conoce como esa Mirada del Otro que me impone la carga de ser judío. La historia judía de persecución se hace presente en la experiencia individual más tarde o más temprano, según la biografía de cada uno. Siguiendo esta especie de cronología de una vida judía, si se me permite, volvemos a la diáspora, donde se ha impuesto desde hace unas décadas el derecho a todo joven judío a visitar a su patria, Israel. Necesidad histórica de supervivencia del lazo entre la Diáspora y el Estado de Israel. Por ello, se han implementado programas a fin de que todo joven, antes de los 30, sin importar su condición social y sus ingresos, pueda viajar –subsidio mediante-al menos por dos semanas a Israel, donde el grupo es recibido en un paquete turístico/educativo que se ha convertido en un segundo bar mitzvah, con el objeto de despertar un lazo único entre el sujeto y una Tierra lejana pero propia. Me consta que los armenios han implementado el mismo programa y con los mismos objetivos, y eso se entiende, si se tiene en cuenta que el pueblo armenio sufre de una dispersión similar y han pasado por un genocidio incluso previo al de la Shoah, a manos de los turcos. Sin abundar más, le toca a una joven pareja judía decidir si se casa por civil o ante rabino. Y en cuanto llegan los hijos, la decisión de una educación hebrea. Pesaj, Rosh Hashana y Iom Kipur, son tres festividades donde se pone en juego la Tradición, y en cada hogar se ponen en práctica las rutinas compartidas por todos, o no. A la hora de los cementerios, cuando les toca la hora a los adultos mayores, cada familia decide a que ritual accederá, a qué clase de sepultura. Y cada sujeto, y cada familia, es un mundo de variaciones donde no hay media promedio, ni medición posible de los extremos desde la asimilación completa, al ritual más ortodoxo. A mi modo de ver, la biografía y la vida, demuestran que se es judío siempre, eso no se puede dejar de ser, pero en rara ocasión la judeidad llega a ser una cosmovisión integradora, un modo de ser ciento por ciento ante el Mundo, y que lo más difícil es construirse a lo largo de la Vida como una persona de bien.

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